Artículo de Helena Petrovna Blavatsky
“Un neófito, para ser iniciado, no debe tener
ningún afecto ni deseo que lo encadene al mundo.”
(Bulwer Lytton en “Zanoni”
Se ha dicho que el primer paso que debe dar un estudiante de ocultismo es renunciar a las “vanidades del mundo”.
Esto no significa, necesariamente, que deba romper sus lazos familiares, desatender sus medios de subsistencia, evitar la sociedad de los demás, convertirse en un misántropo y retirarse a una cueva en la selva para entretenerse allí con las morbosas fantasías de su imaginación y estar de continuo codiciando internamente los mismos objetos a los que ha pretendido renunciar y abandonar externamente.
El aspirante puede vivir en el mundo y, sin embargo, no ha de ser del mundo. Su cuerpo y su mente pueden estar más o menos ocupados en los asuntos de la vida cotidiana y él puede, al mismo tiempo, estar ejercitando sus facultades espirituales. Puede estar personalmente en el mundo y, no obstante, remontarse espiritualmente por encima de él.
Todo ser humano posee, además de su cuerpo físico, dos juegos de facultades: intelectuales y espirituales. Los poderes de estas facultades están correlacionados y entretejidos. Si se usan solamente los poderes intelectuales en el plano físico para fines materiales, uno se vuelve más egoísta y materialista. Está concentrando sus poderes en un pequeño foco que representa su 'personalidad'; y cuanto más los concentra, más reducido será ese foco. Entonces, esa persona se volverá mezquina y egoísta y perderá la visión de la unidad, de la cual será apenas una parte infinitesimal e insignificante.
Por otra parte, si intenta enviar prematuramente su espíritu a las regiones de lo desconocido, sin haber desarrollado y ensanchado suficientemente su intelecto para que actúe como una base firme sobre la cual apoyar su espiritualidad, vagará como una sombra a través de los campos de lo infinito. Quizás contemple cosas espirituales, pero no será capaz de entenderlas. Se convertirá en una persona nada práctica, en un fanático supersticioso y en un soñador.
El crecimiento demasiado rápido en una sola dirección, con exclusión del crecimiento correspondiente en la otra, va en detrimento del verdadero progreso. Por tanto, es necesario discernir adecuadamente los poderes, tanto intelectuales como espirituales, y desarrollarlos en la correcta proporción.
“Renunciar al mundo” no significa mirar con desdén los adelantos de la ciencia, ignorar las matemáticas o la filosofía, ni dejar de interesarse por el progreso humano evitando los deberes correspondientes a la esfera en que hemos nacido, o descuidar nuestro ambiente.
Lo que significa es renunciar al egoísmo, a la egolatría, a lo que Edwin Arnold llama 'el pecado del yo' en su libro “La luz de Asia”, donde dice: “El pecado del yo, que ve su preciado rostro reflejado en el universo como en un espejo y exclama: ¡que el mundo entero se exalte y que todo perezca para que sólo yo sea eterno!”.
La renuncia al egoísmo va necesariamente acompañada del crecimiento espiritual.
Por tanto, uno de los primeros deberes que tiene que cumplir el estudiante de teosofía práctica es despojar su mente de la idea de un yo personal, empezar a darle menos importancia a las cosas y a los sentimientos personales. Debe olvidarse de sí mismo. No debe ver su existencia como la de una entidad permanente que ni cambia ni puede cambiar, solitaria en medio de otras entidades también aisladas y que vive separada de ellas por una concha impermeable. Él mismo debe considerarse como una parte integral de un poder infinito que abarca el universo y cuyas fuerzas están concentradas en el cuerpo que él está habitando temporalmente. En ese cuerpo confluyen continuamente, y también de él irradian incesantemente, los rayos de la esfera infinita de luz, cuya circunferencia no está en ninguna parte y cuyo centro está por doquier.
Para acelerar esta idea examinaremos al hombre en sus tres aspectos, el físico, el intelectual y el espiritual.
1) Se ha demostrado, a menudo, que el cuerpo físico del hombre no tiene existencia individual real o permanente. Por tanto, no podemos realmente ni verlo ni oírlo ni sentirlo. Lo que percibimos de él son los efectos que sus actividades producen; en otras palabras, percibimos las vibraciones o circunvalaciones de fuerzas que al actuar sobre nuestros sentidos producen ciertas impresiones mentales. Estas impresiones, al llegar a nuestro conocimiento intelectual, nos dan una conciencia.
Más aún, los constituyentes de este cuerpo físico temporal cambian continuamente por el proceso de 'asimilación' y 'eliminación'. Los tejidos desaparecen, lenta o velozmente, según su naturaleza o sus afinidades; nuevos tejidos ocupan su lugar para ser reemplazados, a su vez, por otros. Y este proceso continúa mientras dura la vida.
Tampoco tiene ninguna permanencia la forma del cuerpo físico. Este cambia de tamaño, forma y densidad al avanzar con la edad, desde la robusta salud de la infancia y de la juventud hasta la vigorosa constitución de la virilidad, o la gracia y la belleza de la femineidad. Y sigue así, hasta que llegan las manifestaciones de la vejez y de la decrepitud, precursoras del declive, muerte y putrefacción.
2) ¿Existe alguna individualidad permanente en la mente o intelecto? ¿O bien no la hay, como sucede con el cuerpo físico? Para responder a esta pregunta investiguemos primero el significado de estos términos.
El intelecto es un poder activo que trabaja con la voluntad. Todas las impresiones del mundo externo, que se reciben a través de los sentidos, son reunidas por el intelecto como en un centro o foco común. Allí las retiene juntas la “memoria”, para aplicarlas a cualquier propósito u objetivo.
Ahora bien, con el paso del tiempo también cambian las percepciones. Nuevas percepciones reemplazan a las antiguas. La voluntad va perdiendo su poder de mantenerlas unidas. Los recuerdos palidecen y el intelecto cambia su modo y forma de acción .
Ningún hombre en la madurez de su vida tiene las mismas opiniones que tuvo en su niñez; y lo que hoy le parece prudente, mañana le parecerá necio. Nuestras ideas de lo recto y lo torcido y nuestras opiniones religiosas o filosóficas toman su tonalidad según los modos de pensar que prevalecen en el país donde vivimos y según las influencias que allí predominan.
De modo que el intelecto nace, crece y se desarrolla en constante cambio. Y aunque este proceso de cambio puede dilatarse o extenderse indefinidamente, debe soportar un cambio similar al del cuerpo físico. Tampoco puede haber, pues, una individualidad permanente en la mente.
3) Consideremos ahora los principios superiores del hombre: el alma y el espíritu. La mayoría de los seres humanos tiene el sexto principio (Buddhi o intuición) en estado apenas embrionario. Y muchos no tienen ni siquiera conciencia de que existe ese principio.
Por tanto, no puede considerárseles como poseedores de individualidad mientras no lo desarrollen, acompañado de las partes superiores de la mente o Manas, y lo unan con el séptimo principio, Atman, la vida una, el espíritu universal único y eterno.
Este espíritu divino es una unidad y no puede dividírselo en partes para encasillarlo en las sucesivas 'personalidades' individuales. No se le puede atraer hacia ellas, sino que ellas deben elevarse hacia él, y cuanto más se elevan ellas, más se amplían sus facultades intelectuales y espirituales.
Cuanto más se amalgaman esas personalidades con ese principio divino, más se unifican con él, hasta que, finalmente, cada espíritu 'individual' abarca en su potencialidad el universo y queda contenido en el todo, tal como el todo queda contenido en él.
Si este modo de ver al hombre en sus tres aspectos es correcto, entonces vemos que la existencia y la actividad del ser humano no están en absoluto limitadas a los confines de su cuerpo material, sino que deben extenderse a través de todo el espacio.
Al terminar su evolución cíclica, el hombre iluminará todo el espacio, tal como ahora él es iluminado por los rayos espirituales del universo, hasta una extensión proporcional a su capacidad para atraer y recibir esa luz.
El hombre es un centro de fuerzas en el cual convergen los rayos del universo. En ese centro comienza la labor de la ilusión, y a ese centro queda confinada. Los efectos se toman equivocadamente por las causas, y las apariencias se toman por realidades. La mente se goza en deleites que son provocados por ciertas causas que producen alucinaciones, y alimentan deseos por cosas para las cuales no existe necesidad real.
Tal como los rayos solares son reflejados desde la pulida superficie de un insignificante pedrusco, o desde la concha de una ostra, produciendo los múltiples tintes del arco iris que danzan y brillan en diversas tonalidades mientras están expuestos al sol, de la misma manera los rayos procedentes del mundo objetivo fluyen a través de nuestros sentidos, reflejan sus imágenes sobre el espejo de nuestra mente creando en ella fantasías y quimeras, ilusiones y deseos, y llenando la mente con los productos de su propia imaginación.
El primer deber de un verdadero teósofo es discernir entre lo que es real y lo que es irreal; distinguir entre lo verdadero y lo falso, por medio de la luz divina del espíritu.
Cumpliendo este deber descubre que el amor a sí mismo es ilusorio; que no existe un yo real y permanente, ni existencia individual alguna, excepto aquella que abarca en sí a toda la humanidad.
Y cuando el teósofo entienda plenamente esta idea de la unidad y esté dispuesto a dejar que muera y desaparezca su 'personalidad', entonces la luz eterna de la conciencia espiritual habrá empezado a alborear en él y habrá comenzado su inmortalidad como forma integral e individual del espíritu universal.
El 'Zanoni' de Bulwer Lytton dice: "El primer requisito para la consumación de todo cuanto hay de grande y sublime es la clara percepción de la verdad".
Los fragmentos de verdad que se han exhibido de diversas maneras en el curso de las edades, y de los cuales se encuentran indicios en las diversas escrituras sagradas, pero que más recientemente nos han sido explicados en su verdadero sentido esotérico y en un lenguaje teosófico mejor adaptado a nuestros tiempos y más comprensible para nosotros, parecen mostrar que, a medida que el espíritu, en su progresión hacia abajo se hunde en la materia, la mónada espiritual universal queda diferenciada primero en el reino animal.
Es decir, se desmenuza en diferentes rayos de diversas tonalidades o características que colorean las diferentes clases y especies colectivamente. Y más adelante, en una escala superior, da colorido separadamente a las 'personalidades', hasta que alcanza su más alto grado de aislamiento diferencial en el hombre.
Ahí, en el hombre, comienza a reascender. Pero ahora ya no es un rayo pasivo del espíritu universal, sino que está dotado de actividad positiva, y marcha acompañado por aquellas porciones de sus principios inferiores que la personalidad ha sido capaz de afinar y asimilar con el espíritu.
El espíritu es el mismo en el arco descendente que en el ascendente y es siempre el mismo en cada 'individuo'. Pero, al ir ascendiendo, cada rayo suyo queda dotado con un tono diferente que le imparte la 'personalidad' de cada 'individuo' con las partes superiores del quinto principio, Manas.
Cuanto más intelecto se haya evolucionado, más intelecto habrá para acompañar al espíritu en su vuelo ascendente, y para impartirle un tono o carácter más distintivo.
Pero si el desenvolvimiento del intelecto se ha retardado, o bien si el intelecto que se ha desarrollado se ha aplicado a propósitos materiales o 'personales', menos intelecto habrá para combinarlo con el rayo espiritual, y el espíritu puro seguirá proporcionalmente carente de inteligencia y desprovisto de poder activo.
Entonces se verá compelido a volver a la tierra para atraer hacia él una nueva combinación de Manas, pues no debe regresar a su estado original.
Cuanto más se desarrolla y se expande el intelecto, más queda establecido sobre una base firme el estado espiritual, la conciencia espiritual, hasta que el espíritu, investido con los atributos divinos de sabiduría y amor, penetra en el océano infinito del universo y abarca en su potencialidad el todo.
Comienza entonces a manifestarse un cambio muy importante en la mente del aspirante que ha alcanzado este grado de desarrollo. Ese cambio consiste en que ve su propia 'personalidad' como de poca importancia.
Pero no es solo su propia 'personalidad' la que ahora aparece ante él bajo esa luz, sino también cualquier otra 'personalidad'. A todas las ve proporcionalmente insignificantes y pequeñas. El hombre le parece tan solo como la 'centralización' de una idea. La humanidad en general le parece como los granos de arena en las playas del océano infinito. Fortuna, amor, lujo, etc., asumen en su concepto la poca importancia de pompas de jabón, y no vacila en renunciar a todas ellas como juguetes infantiles.
Pero a semejante renunciación no se la puede llamar sacrificio, pues los niños y las niñas no 'sacrifican' sus fusiles y sus muñecas sino que, simplemente, ya no los quieren más. Ellos buscan algo más útil, en proporción a la expansión de su mente.
Y a medida que el espíritu del hombre se expande, las cosas a su alrededor, e incluso el planeta en que vive, le parecen pequeñas, como un paisaje en lontananza que se contempla desde una elevada cima. Al mismo tiempo, su concepción del infinito que le rodea se hace más grandiosa y asume una forma gigantesca.
El sentimiento producido por semejante expansión de la mente es verdadera contemplación, y en un grado potencializado se llama “éxtasis”. Esta expansión de nuestra conciencia 'nos desliga de nuestro país y de nuestro hogar', haciéndonos ciudadanos del universo; nos eleva desde los estrechos confines de lo que nos parecía real al campo ilimitado de lo ideal. Y liberando al hombre de la cárcel de arcilla mortal, lo conduce al sublime esplendor de la vida eterna y universal.
Pero 'el espejo del alma no puede reflejar, simultáneamente, la tierra y el cielo; mientras la una se desvanece de la superficie, el otro se refleja en sus profundidades'. ¿Cómo puede lograrse esta gran renunciación al yo y esta expansión del espíritu?
Hay una palabra mágica que es la clave de todos los misterios, que abre los lugares donde están ocultos los tesoros espirituales, intelectuales y materiales, y con la cual obtenemos poderío sobre lo visible y lo invisible. Esa palabra es DETERMINACIÓN.
Si deseamos cumplir un gran objetivo, debemos aprender a concentrar en él todos nuestros deseos. Sea cual fuere el objetivo, bueno o malo, el efecto es proporcional a la causa que lo genera.
El poder de la voluntad es infinito, pero sólo puede ponerse en acción por una determinación firme y resuelta y con fijeza de propósito. Una voluntad vacilante no consigue nada.
Aquel a quien le tiembla el corazón con temor abyecto para abandonar sus viejos hábitos e inclinaciones, aquel que tiene miedo a luchar contra sus pasiones y dominarlas, aquel que es esclavo de su yo personal y se aferra con cobarde ansiedad a los hechizos de la vida, no puede lograr nada.
No son los vicios los que se adhieren al hombre, sino el hombre el que se aferra a ellos y teme soltarlos, ya sea porque sobreestima el valor y utilidad que tienen, o quizás porque se imagina que al soltarse de ellos su yo ilusorio puede ser precipitado a la infinita nada y hacerse añicos contra las rocas que en su fantasía ve abajo.
Sólo aquel que está dispuesto a ver morir su 'personalidad' puede vivir, y solo cuando los sentimientos y deseos personales quedan inertes, puede el hombre volverse inmortal.
¿Cómo puede ser capaz de dirigir a otros aquel que no tiene el poder de dirigirse a sí mismo? Un esclavo que quiera volverse amo debe antes liberarse. Y la libertad se adquiere solamente con determinación, con voluntad puesta en acción.
El Adepto no es hechura de otros, sino que debe convertirse en Adepto por su propio esfuerzo. El que se hunde en las profundidades de la tierra pierde de vista el sol; el que se hunde en la materia no puede percibir el espíritu. El que está apegado a ideas y opiniones falsas no puede contemplar la verdad.
Las ideas y opiniones viejas van endureciéndose. Han crecido con nosotros, nos hemos apegado a ellas, y es tan doloroso verlas morir como perder a un amigo o un pariente muy querido. Son a menudo como nuestros propios hijos. Las hemos engendrado o adoptado; las hemos criado, alimentado y enseñado; han sido nuestras compañeras de años, y nos parece cruel y sacrílego despedirlas. Claman por nuestra misericordia, y cuando las hemos despedido, vuelven otra vez solicitando hospitalidad y reclaman derechos.
Pero podremos desembarazarnos de ellas fácilmente si llamamos en nuestro auxilio a ese poderoso genio cuyo nombre es Determinación. Este genio pondrá en acción la voluntad, y la voluntad es un potente gigante libre de sentimentalismo, que una vez que entra en acción se vuelve irresistible.