Una muy querida amiga promete visitar nuestra ciudad una y otra vez, pero finalmente algo la detiene; a través de una carta se desgrana un m&a

Mi querida amiga:

Muchas veces te he invitado a visitar Sevilla, y ahora me pides que, para convencerte, te cuente de su magia. Me dices que rehúya los tópicos y que su tipismo, si bien te divierte y asombra, lo has podido captar en la guía que te envié el año pasado.

Pues bien, ¡manos a la obra! ¿Recuerdas que te dije que creía que todo lugar mágico es aquel que aporta algo especial? ¿Y que ese “algo” impregna a los seres que lo habitan, de modo que si el hechizo es fuerte, quienes se dejan contagiar por él se sienten parte de ese lugar y pertenecientes a él, más allá del hecho circunstancial del lugar de nacimiento?

Pues ese hechizo, esa magia, la tiene, sin duda, Sevilla. Y cuidado, que Sevilla no es solo la capital, sino Carmona, Osuna, Lebrija, Alcalá de Guadaira, los pueblos del Aljarafe..., no dejemos que el brillo de una oscurezca el multicolor brillo de cientos de lugares cuya magia y belleza pasan, desafortunadamente, tantas veces desapercibidos.

Si te mostrara Sevilla, te haría visitar la catedral, y tras su magnificencia actual, te mostraría los restos de la mezquita, del templo visigótico..., ¿o acaso no es hermoso reconocer en nuestros pasos los pasos de tantos hombres, recorriendo como nosotros los senderos de lo sagrado?

Luego, en el alcázar, te hablaría de don Pedro, el rey justiciero, ¡qué ignorancia llamarle el Cruel!, que reunió en Sevilla las tres culturas, con una tolerancia extraña a su época.

Te contaría las leyendas del rey en Candilejos, en Cabeza del Rey Don Pedro, te mostraría las puertas secretas del alcázar, a través de las que el rey se escabullía, dicen que para acercarse al pueblo..., o para encontrar amoríos.

Me perdería contigo por las callejuelas de la antigua judería, el barrio de Santa Cruz, te hablaría de la Susona, la bella judía que murió por amor, pues su padre la mandó matar porque los vendió a la Inquisición para salvar a su amado. Inquisición que también tiene su calle, cerca de la cual, ¡oh paradoja!, la calle Muerte, la calle Vida...

Y de allí a la calle Mármoles, donde los vestigios de un templo –¿romano?–, dicen que dedicado a Hércules, lanza al Cielo su pregunta sin respuesta: ¿quién levantó esas columnas monolíticas más cercanas a Egipto que a Grecia o a Roma?

Y allí, te recitaría los versos de Villalón:

Fieles seguimos a tu santo rito,
¡oh Hércules de Libia!,
dios de Hispalia

Y podríamos recrearnos en las tradiciones que nos hablan de cultos isíacos, y de la Isis con Horus, que cuenta la leyenda que se llevaron los italianos en la guerra civil, creyéndola una virgen negra.

Nos desplazaríamos a Itálica. Estoy segura de que te sorprenderá, pues una magnífica labor arqueológica y de mantenimiento nos aleja de la visión de Rodrigo Caro:

Estos, Fabio, ¡ay dolor!
campos de soledad, mustio collado,
fueron un tiempo Itálica famosa

Son ruinas, sí, pero están vivas, y nos hablan, desde el larario reconstruido, desde los hornos, desde los magníficos y esquilmados mosaicos; nos asomaríamos al anfiteatro, y te haría poner los pies en la losa dedicada a Némesis, donde los que salían a la arena ponían sus propios pies encomendándose a la diosa del destino.

Y de allí al museo, para que las reproducciones que se mantienen en Itálica se nos muestren imponentemente vivas. La diosa Diana, el alado Mercurio, el bello e infantil rostro de Hispania, las bacantes del teatro...

Y los vestigios íberos, o de culturas orientalizantes, como denominan a todo aquello difícilmente clasificable.

Paseando entre las vitrinas se expondrá una historia antigua, y en muchos casos indescifrada, que te llenará de admiración.

Y cuando te lleve a ver el Tesoro del Carambolo, en una sala especial, esperaré para descubrir en tus ojos el pasmo, no ante el brillo del oro, sino ante el vital resplandor de la pequeña Astarté que nos contemplará silente desde su pedestal de vidrio.

Te contaré del poblado del Carambolo y de Tartessos, la mítica confederación de ciudades que se resiste a ser encontrada, a la que podríamos buscar entre las piezas extrañas que en curiosa amalgama descansan en los anaqueles, descubriendo quizá algo único, como le ocurrió a Carriazo con el bronce que lleva su nombre, encontrado por el historiador en el Jueves, mercadillo sevillano, entre múltiples objetos variopintos y chatarra...

Y entonces recordaría que nos queda mucho por ver. Los dólmenes de Valencina, en el rico Aljarafe. La Pastora y Matarrubillas. En el interior de la artificial cueva, te contaría los cuentos de las tumbas de los gigantes...

Pero ¿cómo?, nos olvidábamos de El Gandul, en la zona de los Alcores, cuyos topónimos nos hablan de establecimientos antiquísimos. Solo que no podremos visitar el Gandul, que hoy está acotado..., pero subiríamos al Castillo de Don Pedro, en Carmona, hoy parador, y desde allí veríamos la rica vega.

Después, por la noche, en Triana, contemplaríamos Sevilla desde el río, para explicarte que a decir de los trianeros: “Sevilla es bonita pa que Triana la vea”. Podríamos allí hablar de los asentamientos celtas que dicen los historiadores se remontan en Triana al Siglo VIII a.C. y que la voz “ana” puede significar río o referirse a la diosa céltica Anna.

Volveríamos agotadas al esplendor barroco de las imágenes y las iglesias, y entre las volutas asfixiantes de incienso y el titilar de los cirios, trataría de decirte que todo lo que te mostré y mucho más que tendríamos que dejar para otro día es la Sevilla mágica.

Que para encontrarla hay que convocar a su duende y esquivar a sus fantasmas.

Que si he logrado desnudar su alma, esta te habrá atrapado para siempre y volverás una y otra vez con la imaginación, o con el AVE, a visitarnos y dejarás también tú, tu ofrenda mágica de sentimiento, tu señal, aquello que es el alimento esencial de todo lugar mágico: la vivencia.

A. R. Berenguer

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