Pocos monumentos o rincones sevillanos merecen tanta tinta de escritor, tanto elogio de poeta, tanto ingenio de erudito, tanto interés de historiador como esa fortaleza de altas y
EL ALCÁZAR DE SEVILLA Pocos monumentos o rincones sevillanos merecen tanta tinta de escritor, tanto elogio de poeta, tanto ingenio de erudito, tanto interés de historiador como esa fortaleza de altas y férreas murallas que ocultan a la vista del caminante la mágica gracia de una realidad interior llena de colorido y armónica música arabigo andalusí. Reconstruyamos, a breves y espaciosos trazos, su historia y un poco la de los hombres que la hicieron posible, para conocer mejor qué tierra pisamos al pasear por esos jardines de traviesas fuentecillas y centenarios arbustos por donde hacemos volar nuestra imaginación hasta los años en que Don Pedro, para unos el cruel, para otros, el justiciero, vivía allí las horas más felices de su existencia con el amor de su vida, Doña María de Padilla. En realidad, no se sabe con exactitud cuándo pudo empezarse a construir la primitiva fortaleza en el emplazamiento del actual Alcázar, ya que los vestigios de muro ciclópeo existentes junto al arroyo Tagarete evidencia una fecha perdida en la noche de los tiempos. Es probable que los romanos tuvieran ahí un castillo o fortaleza, e igualmente los visigodos. Posiblemente el primitivo palacio de los reyes almohades comenzara a construirlo en el año 1181 el rey Nassar con arquitectos venidos de Toledo, como reza la inscripción que figura en la puerta de madera de alerce en el Salón de Embajadores. Posteriormente Don Pedro de Castilla entre 1364 y 1366 aportaría la mayor parte de los elementos que conocemos en la actualidad, erigiéndose como el verdadero artífice de su construcción. Junto a las zonas almohades y mudéjares se han descubierto restos de un palacio gótico y junto a elementos aprovechados visigodos y califales, edificaciones góticas, platerescas. Barrocas y neoclásicas: todo un repertorio de arquitectura bajo el común denominador del mudejarismo. Para la comprensión de este complejo de edificios, conviene advertir que el Alcázar se encuentra a caballo de la muralla general de la ciudad, visible en la separación de los patios del León y de la Montería, y en el muro del Agua, entre los jardines nuevos del Alcázar y el Barrio de Santa Cruz. Colgados de las murallas, como las angarillas sobre el asno, están los edificios del Alcázar, unos al norte, hacia el interior de la ciudad; otros al sur, hacia lo que era campo libre y ahora son jardines. En el lado interior quedan el patio de Banderas y el del León antiguo de la Montería, ceñidos por la muralla particular del Alcázar, cuya puerta principal de entrada, la del León, pertenecía a un antiguo palacio almohade, al que Rodrigo Caro llama Cuarto del Maestre, en la actualidad sólo se conserva una cúpula en una de las casas del patio de Banderas y las arquerías del patio del Yeso. Bajo el reinado de Alfonso X este palacio almohade resultaría estrecho o anticuado, por lo que se hizo construir otro palacio nuevo en las afueras de la muralla y de estilo gótico, que con la Iglesia de Santa Ana en Triana y la torre de Don Fadrique constituye un conjunto estilístico que nos permite imaginar cómo sería un palacio gótico a mediados del siglo XIII. En el siglo XIV el reino de Granada se consolida y crea un nuevo estilo arquitectónico, el mudejar. A mediados de siglo Mohamed V levanta el palacio de Comares en la Alhambra. Y Alfonso XI construirá en Sevilla junto al palacio almohade y dentro de las murallas de la ciudad, la Sala de la Justicia, trasunto del Salón del Trono de Comares. Pedro I, hijo de Alfonso XI, edifica otra vez fuera de la muralla el que llamamos hoy Palacio del Rey Don Pedro, al que la inscripción árabe de la puerta del Salón de Embajadores llama “Sultán engrandecido”, y como un sultán vivió en este Alcázar. Reparado por los Reyes Católicos, por Carlos V y Felipe II, el palacio del Rey Don Pedro sigue siendo la obra maestra del mudejar, testimonio expresivo de un estilo arquitectónico y de un estilo de vida, en el que se compenetran oriente y occidente en uno de los pocos lugares del mundo en los que esta compenetración ha sido íntima y fecunda: Sevilla. Además de estas grandes obras, a través de los siglos se han ido añadiendo elementos que le dan la actual estructura al Alcázar. Los Reyes Católicos le añaden las galerías altas laterales a la fachada del palacio de Don Pedro, renuevan los techos del patio de las Doncellas y añaden la primorosa capilla decorada con un retablo de azulejos, de Nicoluso Pisano, de Florencia en 1504. Carlos V hará sustituir los antiguos pilares del patio de las Doncellas por columnas de mármol de Génova, se construyen magníficos artesonados y en 1543 se eleva el maravilloso pabellón que lleva su nombre en el naranjal del Alcázar. Felipe II añade la galería alta del patio de las Doncellas, se renuevan artesonados y se añaden azulejos italianos. Bajo los Austrias Menores se organiza el apeadero los Borbones reforman el patio del Crucero y añaden obras mejores, principalmente los nuevos jardines de la huerta del Retiro obra de Laforestier. Esta es la historia de la construcción de este monumento orgullo de Sevilla, pero esta historia a su vez contiene otras muchas. Historias apasionadas, misteriosas, felices, trágicas, con todos los colores que pueden contener los casi mil años de existencia. Pero sobre todo, historias de amor, teñidas de rosas y también de sangre, como corresponde a este sevillano palacio de Harem-al Raschid. Hermenegildo de Ingunden dan comienzo a esta seria de casi legendarios relatos que se escapan de los muros y jardines del Alcázar. Ella, católica; él, arriano, santo y finalmente conducido al martirio de la carne y la gloria del espíritu. Egilona, extraordinaria mujer, musa de poetas y asombro historiadores, puente entre dos culturas, pues fue esposa del último rey visigodo y del primer emir musulmán. Almotamid, el tan celebrado rey amante de la poesía que llenó las páginas de la leyenda de relatos tales como cubrir de almendros toda la sierra cordobesa para contentar el sueño de su amada Romaiquía de ver la nieve, o cubrir de olorosas y exquisitas especias las orillas de Guadalquivir a su paso por Córdoba para fuesen dignas de ser pisadas por los descalzos pies de su bienamada esposa. La mora Zaida, que por amor a Alfonso VI se hizo bautizar y llamar Isabel. Hermosa mujer que inspiró no menos hermosos versos juglarescos en el “Cantar de la Mora Zaida”. Don Fadrique y Doña Juana de Ponthieu; Alfonso XI y Doña Leonor de Guzmán; Pedro I y Doña María de Padilla; Enrique IV y Juana de Portugal; y así tantos y tantos personajes cuyas vidas pasaron por este pétreo espectador que llamamos Alcázar. Quizás en el desarrollo de todas estas historias con apariencia legendarias han prestado singular colaboración sus muros, o sus jardines, o su laberinto de mirto…, o quizás, se escape a nuestros ojos su magia, porque ella está más allá de todos estos elementos. No hay palabras para explicar, no existe expresión para transmitir el encanto del Patio de las Doncellas, del de las Muñecas, el recuerdo emanante del jardín del Príncipe, Don Juan, el malogrado hijo de los Reyes Católicos. El jardín de los Poetas, el de las Damas, jardines de los que Joaquín Romero Murube diría “transitan con majestad de siglos egregias sombras lejanas”. El Alcázar de Sevilla, como la Mezquita de Córdoba, como la Alhambra de Granada, es una proclama, un elogio a la divinidad, a ese Alá cuyo nombre se repite incesantemente cual un mantra, en cada esquina, en cada yesería, en cada azulejo y en cada artesonado, frases en caracteres cúficos unas veces, vulgares otras; que no somos capaces de leer pero si de apreciar en su magia y su perfecta armonía. El árabe andaluz supo expresar su sentido de lo divino también en los mosaicos. Quién no se ha preguntado alguna vez, al observar cualquier alicatado de un zaguán sevillano, si esa maraña de líneas rectas tienen algún sentido, si el hombre que las ideó sólo buscaba transmitir una sensación estética o para su ejecución se inspiró en las alturas. Nuestra investigación nos hace llegar a la conclusión de que estos mosaicos no responden a un trazado libre y de exuberante capricho, sino que se ajustan a un trazado estricto donde cada pieza halla su significación exacta, su referencia a un concepto engarzado con la idea y presencia infinita de la divinidad, manifestada en la labor del “lazo”, por la traba y ajuste del dibujo que corre y enlaza, con apariencia de línea inacabable y perfecta, todo el ámbito de la decoración. Ojalá nuestros secos cántaros hayan recogido toda esta agua dulce y cristalina del manantial que los hijos del Profeta dejaron en su Alcázar, el manantial de la belleza y la sabiduría.