Por Antonio Gallego Morel
Presidente de la Academia Granadina de Gastronomía
(Conferencia que tuvo lugar en Granada el 8 de Octubre de 1985 dentro del Ciclo sobre Gastronomía Andaluza, organizado por Nueva Acrópolis)

Siempre que se dibuja un mapa gastronómico de España, Andalucía mantiene la unidad de sus límites coloreándose con el verde del aceite y de las olivas, ofreciéndose como la” zona de los fritos”, epígrafe que sustituye los de las ocho provincias andaluzas en contraposición a las otras geografías de los asados, los arroces, los chilindrones, las salsas y los pescados, si bien en los últimos años, pescados a la plancha y a la sal se prodigan en las zonas turísticas de Andalucía completando la tradicional hegemonía del pescado frito que sigue manteniendo característica muy peculiares: en todas son distintos en cada región de se aderezan de distinta manera; en ningún lugar se fríen los chanquetes como en la zona de Málaga o se hacen la moraga de sardina como en Motril. Pescaditos fritos no sólo de la zona costera andaluza ¡: eran los albures, bogas, lisas abadejos y sollos que se alineaban tras la reina pescadilla que se mordía la cola en la tradición Sevillana del barrio de Triana. Es que Sevilla recogía y recoge en su mejor cocina lo que le llega desde los mares de la Andalucía de los puertos Zambucar y la vía que sale al otro mar por Hayámoste: langostinos, camarones, coquillas del Morcillón, almejas, lapas, mariscos, ostigones, cañailla, burgados, caracolillos, conchas, buzanos... Siempre se dice de Madrid que es el mejor puerto del Cantábrico en cuanto a presencia de pescados en su buena mesa, pero lo que quiere decir dicha expresión es la bondad de la tierra adentro también para tener acceso a las delicias del mar. Y, además, Sevilla no es propiamente ni costa ni tierra adentro: es lo que rige el Guadalquivir. Lo que garcía Gómez designó como un eclipse en su poesía es un “cliché” también válido para su cocina. Pero los andaluces no son gastronómicamente chauvisnistas, incluso exageran en su beatería ante la cocina del norte español y la francesa, lo que explica el éxito d e los restaurantes franceses y vascos en la región.
Dentro de la diversidad de la cocina del sur español destaca la tradición arábigo-andaluza viva en la España cristiana y mantenida por los moriscos que representan unas costumbres en cuanto a comer y beber muy distintas de las de los musulmanes españoles en su época de hegemonía política... Estos antiguos musulmanes bebían vino y Emilio García Gómez ha podido recoger textos poéticos de aquella época que atestiguan estas afirmaciones. Un secretario de Mutanid de Sevilla escribía en el siglo XI:
“El reflejo del vino atravesado por la luz colorea de rojo los dedos del copero como el enebro deja teñido el hocico del antílope”.
Otros poetas como Ben Sirach, Ben Jafacha o al-Rusafi nos ofrecen escenas báquicas dentro de los Poemas arabigoandaluces. En cambio, los moriscos no bebían vino aunque los andaluces también fuesen en esto los menos rígidos. Fray Pedro de Alcalá da nombres de los lagares y otros vocablos relacionados con la fabricación del vino porque se refiere a la zona andaluza mientras Joaquín Belda al referirse la zona valenciana, pese a la riqueza allí de viñas, resalta que no se encuentra ni una sola prensa de vino. Prueba de esta falta de rigidez en cuanto a la prohibición entre los moriscos andaluces estarían diversos textos del 1500 por lo que el Ayuntamiento de Granada tomaba el cuerdo de no vender “cueros de vinos ni botas para se juntar en los cármenes y heredades a se emborrachar” y medidas más severas tuvieron que adoptarse en la zona de Guadix y Baza donde en los días de fiesta y sobre todo de fiestas cristianas tomaban “desorden de beber vino... e había muchos de ellos borrachos e se mataban a cuchilladas”. La reina Doña Juana tuvo que dictar una provisión ordenando, en 1505, al corregidor de Guadix la represión de excesos de esta clase y en 1514 en las ordenanzas dictadas por el duque de Alba para el adoctrinamiento de los moriscos de Huéscar se establece la prohibición de la venta de vino en las tabernas por ser muchos los que “pierden el sentido e se emborrachan” y porque hay mucho desorden en el beber. Una Real Célula de 1515 condena a la pena de cárcel si se encontraba borrachos a los moriscos y, en 1521, el ayuntamiento de Baza prohíbe también la venta de vino en los bodegones. Esta situación es similar en toda la zona de Andalucía oriental durante esta época. Pese a ello, era frecuente entre los moriscos beber una especie de narcótico producido del polvo de las hojas del cáñamo y que producía cierta excitación nerviosa, que denominaban “alharxix”, mucho más barato que el vino y con el que también se emborrachaban.
En cuanto al comer no comían cerdo y con esta coincidieron musulmanes de la época de esplendor y moriscos, extendiendo esta rigurosa prohibición al tocino y a cunato consideraban relacionado con los cerdos: rábanos, nabos, zanahorias...Tampoco comían carnes sin sangrar, nada que contuviese sangre coagulada y animales ahogados o mordidos por otros: eran para ellos “carnes malditas”. Estas prohibiciones repercutían en el mundo social de los moriscos ya que llevaba a la imposición de tener carnicerías especiales para los moriscos y matarifes especiales para los mismos. Todo esto, pues, condicionaba una especial gastronomía morisca.
No existen muchos libros que nos permitan conocer cómo era realmente la cocina arábigo andaluza y por los pocos datos que tenemos proceden de escritos magribíes. Y, naturalmente la más importante fuente de información nos la suministran los platos y ejemplos culinarios que han llegado hasta nosotros. Ambrosio Huici Miranda publicó la Traducción española de un manuscrito anónimo del siglo XII sobre la cocina hispano-magribí, único texto amplio para el estudio de la cocina musulmana de occidente, que completa el de al-Bagdadi para oriente. Son piezas capitales los diez manuscritos de la Wusla ila I-Habib, algunos de ellos ya estudiados por M. Rodinson en sus Recherches sur les documento árabes relatifs a la cusine, así como la tesis de profesor Fernando de la Granja sobre la cocina arábigo-andaluza: texto árabe, traducción y comentario de dos documentos manuscritos de la Colección Gringos de la Academia de la Historia y otro de la Universidad de Tubingen, la Fadalat al-jiwan. Muchas de las recetas contenidas en tos tratados vienen a ilustrar aquellas palabras de La Lozana Andaluza cuando hilvana en su discurso el alcurcuz y las alhondiguillas, pestiños, ojuelas, rosquillas de alfajor, textones de cañamones y ajonjolí, négados, jopaipas y hojaldres junto a su “cazuela con ajico y comino, y saborcito de vinagre”
En el citado libro Faddalar al-jiwan, estudiado por Fernando de la Granja, se ofrece la receta de un guiso de habas que es pieza capital de la gastronomía granadina. Y las múltiples aportaciones culinarias de la alcachofa hacen pervivir el recuerdo de platos moriscos: esas alcachofas que en la provincia de Cádiz son denominadas alcanciles y que se mantienen en menús actuales bajo el epígrafe de “alcanciles rellenos” por ejemplo. Esta tradición condiciona el nacimiento de la “Peña el alcancil” que aglutina a los aficionados sevillanos a la buena mesa.
De tradición morisca son el potaje de trigo, usual hasta la primera mitad de nuestro siglo, el ajo blanco con uvas o manzanas y la sopa de almendras. El potaje de trigo incorpora los hinojos muy frecuentes en la cocina mediterránea del siglo XVI y tiene un majado de pan frito y pimiento. Ruperto de Nola fue un cocinero del rey de Nápoles que ordenó sus recetas con el título de “muchos potajes y salsas y guisados para el tiempo de carnaval y de la cuaresma; y manjares y salsas y caldos para dolientes de muy gran sustancia, y frutas de sartén y mazapanes h otras muy provechosas y del servicio y oficios de las casas de los Reyes y grandes señores y caballeros”… El libro puede ser datado en 1477 si bien nos llega como primera edición de 1525 alcanzando cinco ediciones en el siglo XVI. Nola, en su Libro de guisados (editado por Dionisio Pérez, “Post-ThebussemE en 1929) consigna una berenjenas a la morisca. Ya en poeta Ben Sara. Seleccionado por García Gómez en sus Poemas arábigoandaluces acertó a cantar la berenjena:
“Es un fruto de forma esférica, de agradable gusto, alimentado por agua abundante en todos los jardines,
Ceñido por el caparazón de su pecíolo, parece un corazón de cordero entre las garras de un buitre”.
También el poeta Ben al-Talla del siglo XI, canta la alcachofa en esta tradición poética de al-Andaluz:
“Hija del agua y de la tierra, su abundancias se ofrece a quien la espera encerrada en su castillo de avaricia.
Parece por su blancura y por lo inaccesible de su refugio, una virgen griega entre un velo de lanzas”.
También la cebolla tiene esa misma tradición a través preferentemente de sus dos modalidades de cebolla albarrana y cebolla albarranilla.
Muchos platos de distintas maneras de guisar alcachofas y berenjenas en las zonas de Almería Málaga, Granada y Jaén, propagadas luego hacia Levante y Provenza, tienen su origen en platos moriscos. Es curiosa la receta de Ruperto de Nola en sus “Berenjenas a la morisca” cuando distingue ente el tocino que en el Mediterráneo del siglo XV se incorpora a la sartén y la prohibición: “después de picarlas con un cuchillo y vayan a la olla y sean muy bien sofreídas con buen tocino o con aceite que sea dulce, porque los moros no comen tocino”.
Y como plato regio de berenjenas hemos de mencionar la alboronía, guisado de berenjenas, tomate, calabaza y pimiento, guiso que lleva el nombre de la esposa del Califa al-Ma´mun, Buran, cuyas bodas fueron muy celebradas y quedaron recordadas en una de los platos que en aquel festín fueron servidos.
De tradición morisca es el salmorejo y muchos platos en cuya confección domina el majado tal como es entendido en la cocina andaluza que excede del simple machacar, ya que se completa batiendo hasta que todo se convierta en una especie de papilla. El salmorejo es un majado de ajos, sal, migas de pan y aceite, vinagre y agua. Es por lo tanto una de las múltiples variedades del gazpacho. También es de origen morisco el remojón que se mantiene en La Alpujarra que es una especie de ensalada con bacalao, naranja, aceitunas, cebolla, tomate frito, aceite y vinagre. La presencia en muchos de estos platos de la naranja es frecuentemente de origen morisco como aquellas toronjas de Játiva que son almojaranas cuya receta nos ofrece también Ruperto de Nola y junto con las almojaranas propias, las tortas de queso. Y morisco es el almodrote o salsa de queso, aceite y ajos fundamentalmente conocida bien machacados o majados en ese elemento fundamental en toda cocina morisca o musulmana que era el almirez, hoy pieza de museo, ejemplar de anticuario y oferta viva, en cualquier bazar de un norte de Marruecos concercana tradición española.
Y de tradición morisca son la albóndiga en sus múltiples modalidades cuya etimología es la de bolitas del tamaño de la avellana, esas avellanas que también cuentas tanto en la poesía popular de la Edad Media. Pero acaso sea al alcuscuz la más original reminiscencia morisca que permanece en muchísimas variedades que ofrece esa pasta de harina y miel convertida en pequeños granos redondos y guisada de las más diversas maneras, una de ellas es el alajú con almendra, nueces, piñones, pan rallado y miel. Sebastián de Corvarrubias en su Tesoro de la Lengua, de 1611, define al alcuscuz como “un cierto género de hormiguillo, de más deshecha en granos redondos”. La presencia de la miel, del ajonjolí, de la naranja en muchos platos que no son propiamente de la tabla de los dulces denotan influencias moriscas y crean toda esa gama de unas tortas que exhiben los títulos de “las auténticas”, las legítimas, conocidas en nuestros supermercados actuales como de Inés Rosales y en las que campean los nombres de Castilleja de la Cuesta, Lachar, Loja y otros lugares andaluces.
En la zona de la Alpujarra permanecen muchas huellas de gastronomía morisca que desconciertan con el predominio del jamón –el de Trevélez- otros productos relacionados con la institución social de la matanza de tan honda tradición en muchos pueblos de la comarca y que no es posible relacionar con pervivencias moriscas. Muchos platos que mantienen su denominación “a la andaluza”, son realmente “a la morisca”, y en esas denominaciones están siempre al fondo el tomate y el pimiento, y es curioso y natural históricamente que coincidan tradiciones gastronómicas en la región más arabizada de Andalucía y en la zona de Toledo lo cual prueba la fuerza en ambas geografías de una misma herencia: es el concepto científico de la “andalusí” puesto con vigor en su justo lugar por Manuel Alvar, empachado ya de tanto analfabetismo culturizante.
Por otro parte la pura etimología y la historia nos llevaría a sacar conclusiones correctas. La existencia entre los musulmanes de prósperas almadrabas nos podrían llevar a establecer antecedentes moriscos a muchos platos en los que entra como elemento principal el atún.
Pero probablemente el plato de honor con tradición morisca sea el ajo blanco con uvas, considerado como plato típico de Málaga, que procede de la tradición culinaria del machacado de la almendra en almireces de cobre que tienen su punto de irradiación desde la cordobesa Lucena. Es la tradición morisca de machacar y majar hasta lograr la formación de una pasta que ofrece toda una gama desde la masa compacta y sólida, hasta la creación de una auténtica leche como acontece con el ajo blanco, establecemos esta posibilidad pese al abolengo romano del ajo como valor culinario y como valor medicinal vivo en la Roma de Virgilio, en la Provenza y a lo largo del Levante español.
Tradición morisca tienen muchas modalidades de gachas que en algunos pueblos de la provincia de Córdoba se aderezan con ajonjolí y se prodigan durante el mes de noviembre, junto con el “picadillo” que es una ensalada semejante al remojón –listo para remojar, para mojar- a base de rodajas de naranja, bacalao, pimientos morrones a tiras y cebollas.
Ahora bien, es en la dulcería donde mejor y más interesante se puede sorprender la pervivencia hasta nuestros días de marcadas influencias moriscas. Y es curioso que esta pervivencia se perpetúe a través de caseras industrias montadas en los conventos de clausura. Y más aún que esta tradición cruce el Atlántico y también surja en concretos lugares de Hispanoamérica: el contagio de la tradición pulcra de los conventos de Granada. Y es en este campo de la dulcería donde una vez más coinciden las costumbres gastronómicas de Andalucía y Toledo. Esta tradición está vinculada a fiestas populares, con motivo de las ocasiones de bodas y bautizos y preferentemente, en relación con las festividades de la Navidad y de Semana Santa.
Muy característica de Córdoba, zona de Toledo y de la Mancha son las flores, dulces de sartén, fritos emborrizados en miel o los hojaldres con ajonjolí, y masas de harina perfumadas con limón como las perrunas. También es de origen morisco la batata emborrizada en almíbar de las vegas de Málaga y muy clásicas las torteras de Sevilla con relleno de c9idra y naranja en su centro que se colocaban sobre rueda con varillas denominada azafates –nombre morisco- que son canastillos hoy sustituidos por cestillas de cartón. Y en la geografía sevillana están las tortas de aceite, frutas bañadas y garrapiñadas, almendrados y melindros, los mantecados y polvorones, cortadillos rellenos y piñonatas en que destaca el nombre de Estepa en dicha provincia y el de Antequera en la divisoria andaluza de otras provincias; las alegrías, roscos y polvorones de Morón. Uno de estos dulces es el de más tradición morisca, el alfajor, al que dedicó el erudito Adolfo de Castro un trabajo; es muy clásico de la zona de Jerez pero es en Antequera donde se industrializa. También los pestiños de estas zonas así como los pestiños manchegos y las flores de sartén de esta misma zona tiene tradición morisca, así como la clásica torta de almendras de Chiclana. Bolados, azúcar rosada, grajeas de colorines de una Andalucía modernista que sale de Sevilla a comer los domingos en busca del mar y que subían monte arriba desde Málaga con las pasas que exhibían también litografías modernistas en sus cajas a tono con las botellas de vinos de Málaga o de los anises. Es la Málaga de casonas, lagares y verdiales evocada en estampas de color y prosa aún más estallante por Manolo Blanco: “Se envasan las calas de pasas en racimos y en la prensa se aprietan los higos como la miel, en redondos ceretes. Es la dulzura y el aroma de los montes de Málaga anteriores a la “filorexa “ o en el heroico empeño de la repoblación de sus montes con las cepas de “siparia”. Blasco evoca las meriendas andaluzas de su juventud: “con zoque, mojete, gazpacho picado o el ajo blanco con uvas moscateles” algunas de cuyas recetas nos transmite Enrique Mapelli en sus Papeles de gastronomía malagueña
También el arrope, cuya geografía se exiende por Málaga, Sevilla, Cádiz, Granada y la Mancha tiene ascendencia árabe. En el tratado editado por Huici Miranda que recoge un largo centón de recetas anteriores a las tomas de Córdoba y Sevilla por Fernando III se recogen tres tipos de arropes: de membrillo, de granadas y de higos, así como una serie de bebidas no alcohólicas o jarabes: de miel madera de áloe, cidra, julepe, sándalo, mástico, menta, violetas, rosas. En algunas de estas recetas se entrecruza lo gastronómico y recomendable para la digestión con lo erótico: como la “yudaba” provechosa para el frío y que fortalece el coito o aquel alabado, en primavera, para los de sangre ardiente. Surgen, a veces, junto a recetas orientales –Burgia, Ifriquiya, Siria- otras de Niebla, Ceuta o alguna receta siciliana, prueba de la unidad gastronómica del Mediterráneo. Y es en Granada donde culmina esta tradición dulcera en la que se cruzan recuerdos moriscos con el auge en la región de la riqueza del mar. Toda una reiteración de yemas y tocinillos de cielo se enriquecen en Andalucía con el colorido de su toponimia y culminan en las yemas encerradas en cajas de madera por las monjas de San Leandro de Sevilla, en la plaza de San Ildefonso, que hacen pareja con el “bien me sabe” de las monjas Clarisas de Antequera.
Y esta geografía andaluza de mantecados, polvorones y alfajores tiene su contrapunto en el Toledo de los mazapanes y bizcochos de claro origen árabe como son el alajú y la alcorza, variedades de las clásicas tortas de origen morisco. En cambio se ha perdido en Andalucía la tradición del té moro con yerbabuena y riqueza de azúcar de pilón. Se prodigan los restaurantes cosmopolitas con pizzerías a la cabeza u restaurante orientales, pero no así los restaurantes árabes pese al auge de los pinchitos como tapa preferida en bares y tabernas. Es curiosa esta historia de la pervivencia de una cocina morisca entre los andaluces, como es curiosa la penetración del aceite como elemento principal de una cocina y con el aceite la del ajo. Y entonces nos encontramos con unas similitudes entre Andalucía y Provenza en correspondencia histórica con geografías de asentamiento de los árabes. Dionisio Pérez (“Post-Thebussem”) uno de los clásicos de la gastronomía con más talento, que redactó una guía del buen comer español, trazó las fronteras y el crecer del “alioli” como hecho capital de una forma culinaria y sorprendió muchas pervivencias moriscas en nuestra cocina nacional. Recuerdos moriscos que todavía asoman a la carretera cuando en las travesías de pueblos que conduce a la Alpujarra nos colocan, como en los días en que viajó Pedro Antonio de Alarcón, no acertó, naranjas y limones, tanto para postrear como para aderezar muchos platos. La Alpujarra la rica variedad de la cocina de esta comarca. No era sólo Alarcón. Nuestros costumbristas del siglo XIX pasan en general de largo por lo que se guisa en las cocinas que se traducen a describir plásticamente, seducidos por lo estrictamente folklórico de cante, el baile y la indumentaria.
Richard Ford fue agudo observador de la cocina española pero acaso exagerase cuando afirmaba que “la cocina nacional española –son sus palabras- ges en su mayor parte oriental”. Se basaba en el dominio de los guisados frente a los asados y era implacable con muchos usos culinarios. Señalaba cómo los españoles no tenían más una sola salsa –frente a la variedad de las salsas inglesas- “de color tostado, muy parecido al color siena que imitaba Murillo”. Ford, al acercarse a la cocina española, traza un cuadro de la España negra centrada por el plato de la olla podrida descubriéndose ante las ensaladas españolas que para cocinarlas –dice- se necesitan cuatro personas: “un derrochador para el aceite, un tacaño para el vinagre, un consejero para la sal y un loco para revolverlo todo”. Para Ford, España es el país de lo imprevisto. No consigna en su libro tradiciones culinarias árabes o moriscas pero resalta el modismo de la pregunta española “¿usted gusta?” y acentúa este rasgo español de la hospitalidad como típicamente oriental e incluso señala como oriental la manera de los españoles de su tiempo de inclinarse sobre el plato a la hora de comer: Ford tenía intuiciones de fotógrafo a la hora de captar la realidad. Destacó la presencia del ajo, de los dientes de ajo en las cocinas españolas, destacó los jamones de Trevélez, en la Alpujarra de Granada, y consignó que cuando los españoles mojaban pan en su salsa se comían la paleta de Murillo: no en balde Ford alienta con sus textos la españolada como la alimentan los polvorones, los mantecados, los mazapanes y los alfajores, dulcería de una vieja tradición, la misma que en los escritores como Américo Castro y Camilo José Cela funden en su interpretación del pensamiento nacional como conjunción de los elementos: judíos, moros y cristianos. Algo que también se refleja a la hora de sentarse a comer los españoles.

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