El maestro Bodhidharma llevó el budismo a China alrededor del año 532, donde en contacto con el taoísmo da lugar al Chan, doctrina que es introducida en Japón por Eisai y Dogen sobre el 1200.

Vigentes los antiquísimos cultos del sintoísmo, reaccionan entre el budismo Chan y, con las características japonesas propias, se convierten en la doctrina zen.

Cuenta la leyenda que Bodhidharma se propuso estar diez años en meditación, pero el sueño que trataba de vencerlo hacía caer los párpados sobre los ojos, así que el maestro, arrancándoselos, los arrojó lejos de sí, y en el lugar en que cayeron, brotó la planta del té.

Los discípulos de Bodhidharma instituyen el rito del té al tomarlo ante una estatua de su maestro en un único bol, consiguiendo evitar al tiempo la fatiga y somnolencia que les producían las largas meditaciones.

Originario del sur de la China, no logra allí el nivel ni la importancia que alcanzará en Japón. Considerado un elemento medicinal en la Antigüedad, y por los taoístas como elixir de la inmortalidad, pasará por tres etapas: té hervido, batido (molido) o en infusión. En el siglo VII Luwhu escribe el primer gran tratado sobre el té, el Chaking, y en él trata de reflejar la particular visión del servicio del té, como el aquí y ahora, que no es más que el reflejo o la sombra de sucesos cósmicos. Lograr la armonía en el servicio del té consiste, en cierta manera, en la captación de la armonía universal. Una suerte de panteísmo que sacraliza lo uno como parte del todo.

A Eisai (siglo XII-XIII), el monje que introduce los cultos budistas en Japón, se le atribuye también la introducción del té, puesto que son precisamente los budistas que utilizan el té para mantenerse despiertos en sus cultos nocturnos los que difunden su consumo.

Considerada una de las artes zen, la ceremonia del té (Cha no yu) vive tres momentos fundamentales: el uso del medicinal, la etapa suntuosa, en la que las ceremonias tenían un alto contenido de ostentación y lujo, y, finalmente, la etapa que podríamos llamar estética, siendo muy importante el maestro de té Zen-no-Rikyu, quien le dio a la ceremonia del té las características que mantiene en la actualidad.

Podríamos caer en la tentación, como buenos occidentales, de describir al máximo la ceremonia del té: la Casa de Té, llamada la Casa de la Fantasía o Casa del Vacío, haciendo hincapié en su sencilla y exquisita decoración; el número de asistentes, cuyo ideal sería cinco; la duración de la ceremonia, que no debería prolongarse más de cuatro horas, aunque hay excepciones; los elementos a utilizar: los boles, que si la ceremonia es tradicional es solo uno para todos, el té verde molido, el matcha –el té de los tés–, los pastelillos, la campanilla para llamar, la brocha para batir el té (hecha de bambú), la representación caligráfica, el motivo floral…; pero, con todo ello, no lograríamos más que ver su lado formal olvidando el profundo significado de la ceremonia.

Dice Okakura Kakuzo en su obra El libro del té: “La filosofía del té no es una simple estética en la acepción corriente de la palabra, puesto que nos ayuda a expresar, junto con la ética y la religión, nuestra concepción integral del hombre y la naturaleza”.

Así, quizá el elemento por excelencia es la actitud de los asistentes a la ceremonia, sus maneras, sus palabras, sus vestidos, y todo en ellos refleja una actitud de armonía y respeto, y de esta forma algo tan sencillo, tan simple si se quiere, se convierte en la ceremonia de la convivencia, el culto a la cortesía, logrando un refinamiento tal, que se considera a la maestría del té como el zen de la estética, una suerte de búsqueda de la perfección que logra trascender el arte e influir en la conducta de vida del Japón.

Si algunos cuentos zen tratan de mostrarnos a los maestros del té como ejemplos de atención y valor al enfrentarse a las pruebas de la vida, en la vida real encontramos la historia del maestro Rikiu, condenado a hacerse el sepukku, celebrando su última ceremonia con la misma serenidad, con los mismos pasos de siempre, salvo uno, pues después de distribuir entre los asistentes a su última ceremonia las piezas de su servicio de té, se reservó el bol diciendo: “Que nunca esta copa manchada por la desgracia traiga mala suerte a ningún hombre”.

Tras lo cual se entregó sin temor a la muerte.


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Me inclino profundamente ante el maestro de té, admiro la sencilla armonía de la sala, los bellos elementos, los gestos precisos y concentrados, y al comenzar a beber el afamado brebaje, recuerdo el hermoso pensamiento que dice que Dios está en todas las cosas, y esto, lo sé, no empequeñece a Dios, sino que convierte en sagrado lo sencillo, lo simple, lo pequeño.

Ese es tal vez el secreto de la ceremonia del té. Una chispa de inteligencia brilla por un momento en los ojos del maestro, que se inclina también ante mí con su austera sonrisa.

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